CAPÍTULO 9: EL ETERNO CASTIGO

Umbra, el lugar donde permanecerían todos en el castigo eterno, sería un reino de oscuridad y tormento eterno, donde todo reflejaría una distorsión de lo que alguna vez fue puro y divino. Las tierras se extenderían hacia el horizonte en un paisaje desolado, árido y quebrado, donde la vida no prosperaría y la esperanza habría sido desterrada. Las vastas llanuras estarían cubiertas por ríos de lava incandescente que surcarían la tierra como venas, fluyendo lenta e inexorablemente a través de campos de cenizas negras y montañas desgarradas. El suelo siempre estaría caliente al tacto, y bajo la superficie se escucharían los crujidos de las placas volcánicas moviéndose, como si el mismo infierno estuviera vivo, respirando en un latido constante de sufrimiento.

El aire en Umbra estaría impregnado de humo y azufre, sofocante y pesado. Cada respiración sería un recordatorio de la corrupción que permeaba ese lugar. Los cielos permanecerían perpetuamente cubiertos por nubes densas, teñidas de un rojo sombrío que nunca se disiparía. Relámpagos surcarían el horizonte, pero nunca traerían lluvia; solo truenos profundos que retumbarían en el vacío, reverberando en las colinas volcánicas. El único brillo en el cielo provendría del fuego eterno que brotaría de la tierra, iluminando con una luz tenue y rojiza las tierras devastadas.

En medio de ese caos y destrucción, se alzarían las Ciudades Inferiores, fortalezas grotescas y macabras, construidas con una arquitectura imposible y retorcida. Las torres se elevarían de manera irregular, desafiando la lógica y las leyes físicas, como si estuvieran a punto de colapsar en cualquier momento, pero siempre permanecerían en pie. Sus muros estarían hechos de piedra volcánica y osamentas, unidas con la sangre de las almas condenadas que habrían sido arrastradas a ese lugar. Las estructuras serían un testamento al caos que dominaría en Umbra, donde la ley sería la fuerza y la debilidad no tendría cabida.

En el corazón de esas ciudades gobernarían los antiguos ángeles caídos, que alguna vez habrían sido figuras de poder y gloria en el Cielo, pero que ahora se habrían convertido en tiranos despiadados en ese reino de sombras. Cada uno de esos caídos controlaría un ejército, legiones de demonios que patrullarían incansablemente sus tierras, siempre preparados para defender sus dominios o expandirlos en guerras interminables.

La sociedad en Umbra sería tan jerárquica como cruel. Los Ángeles Caídos ocuparían la cima de esa pirámide infernal, pero bajo ellos, los demonios menores serían la fuerza que movería ese reino. Criaturas deformes y corruptas, servirían como soldados y peones, obedeciendo sin cuestionar, temiendo el castigo que podría infligirles uno de los caídos. A menudo se enfrentarían entre sí por un fragmento de poder o por la mera supervivencia, ya que el orden en Umbra se basaría en la fuerza bruta y la traición.

Por debajo de los demonios menores, en el nivel más bajo de la estructura social, se encontrarían las almas condenadas. Esas almas, arrancadas de la Tierra tras haber sucumbido a la maldad o al pecado, serían utilizadas como herramientas y juguetes para los demonios. Sus gritos de dolor resonarían por las grietas volcánicas, mientras serían sometidas a torturas inimaginables. Muchas de ellas serían esclavizadas, obligadas a trabajar en los pozos de azufre, cavando sin descanso bajo el calor abrasador de los fuegos infernales. Otras serían torturadas sin fin, una y otra vez, sus cuerpos y espíritus quebrantados, solo para ser reconstruidos y destruidos nuevamente en un ciclo interminable de sufrimiento.

En Umbra, no habría redención ni descanso. Los demonios gobernarían con puño de hierro, y el tormento sería el único destino posible para aquellos que habrían caído en sus dominios. Las almas no conocerían la paz, y el sufrimiento se convertiría en la única realidad. Ese reino oscuro sería tanto una prisión como un campo de batalla, donde el caos y la desesperación reinarían por toda la eternidad.

Una vez en Umbra, Lucifer, ahora el líder de los demonios, fue proclamado como el Rey de las Tinieblas. Su poder y resentimiento habían crecido infinitamente al igual que sus fuerzas y capacidad de dominio sobre los demonios más fuertes que habían permanecido a su lado se consolidó.

Sin embargo, los Ángeles Caídos que se rebelaron ante el Creador, recibieron severos castigos.

Samael, encontraría su destino sellado tras la rebelión que desataría el caos en los cielos. Su caída no sería solo un descenso físico hacia Umbra sería un viaje hacia la confusión eterna. El momento en que fuera expulsado del Cielo se convertiría en un espectáculo de desolación, un giro dramático que resonaría en cada rincón del universo. Su figura majestuosa, antaño resplandeciente, se desvanecería en las sombras, dejando solo un eco de lo que habría sido.

Al aterrizar en Umbra, la atmósfera se envolvería en un denso manto de oscuridad y humo. Allí, en la vasta desolación del Umbra, Samael sería condenado a vagar por un laberinto interminable. Cada pasaje que intentara cruzar se retorcería y torcería, creando caminos que se repetirían en un ciclo perpetuo. Las paredes de aquel laberinto parecerían susurrarle, burlándose de su desesperación y reflejando el caos que él mismo habría sembrado en su búsqueda de poder y libertad. La confusión lo atraparía, una prisión que lo mantendría en un estado de desorientación perpetua, donde cada intento de encontrar una salida solo lo llevaría más profundo en su propio tormento.

Sin embargo, el castigo de Samael no se limitaría a la confusión. En su mente atormentada, experimentaría visiones perturbadoras, ecos de su antigua gloria y recuerdos de su lugar en el cielo. En un instante, podría verse rodeado por ángeles que una vez lo veneraban, y al siguiente, la imagen se desvanecería, dejándolo solo con el impacto devastador de su traición. Estas visiones lo asediarían, tanto físicas como psicológicas, infligiendo un dolor constante que sería casi más que cualquier tortura física. Cada visión sería una herida abierta, recordándole no solo su derrota, sino la pérdida de un propósito divino que habría traicionado por su ansia de poder.

A medida que la tormenta de su mente lo consumiera, Samael se transformaría en uno de los más poderosos demonios de Umbra. En este nuevo estado, su ambición se tornaría en venganza. Se convertiría en un líder de la insurgencia, un símbolo de la rebelión contra el Creador y el orden divino que habría desafiado. Su visión de justicia, que alguna vez habría estado llena de esperanza, se transformaría en una oscura obsesión por el caos y la destrucción. En su corazón ardería un fuego de ira que lo impulsaría a buscar no solo su redención, sino la caída de aquellos que lo habrían traicionado, el eco de su propia voz resonando en el abismo de su nueva existencia.

Así, Samael vagaría, atrapado en un ciclo de dolor y desasosiego, en un laberinto de su propia creación. Su castigo no sería solo la pérdida de su antigua gloria, sino la condena de existir en un estado de confusión perpetua, un recordatorio constante de que el camino hacia la rebelión siempre llevaría a la oscuridad.

Después de Samael, Astaroth, fue uno de los primeros en adaptarse a su nueva forma. Su antigua belleza había mutado a una figura imponente y aterradora, con alas negras y una presencia que irradiaba poder y furia.

Su caída desde las alturas celestiales sería un momento de gran dramatismo, un acto de desafío que resonaría en el firmamento. Sin embargo, su destino lo llevaría a Umbra, donde la realidad de su orgullo se tornaría en su eterna condena.

En el oscuro y retorcido paisaje de Umbra, Astaroth sería encarcelado en un espejo oscuro, un artefacto creado para reflejar su verdadera naturaleza. Ante él, su imagen se distorsionaría constantemente, mostrando un reflejo grotesco que simbolizaría no solo su deformidad interna, sino la arrogancia que lo habría llevado a la traición. Cada vez que intentaría desviar la vista, el espejo lo atraería de nuevo, obligándolo a confrontar la cruda verdad de su propia vanidad. Sería un castigo implacable, una representación constante de la figura que alguna vez fue admirada, ahora convertida en un objeto de desprecio.

La privación de interacción se convertiría en un elemento clave de su tormento. Astaroth estaría aislado, apartado de los otros demonios, forzado a enfrentar su propia imagen en soledad. Este aislamiento simbolizaría su incapacidad para conectar y colaborar, un reflejo del orgullo que lo habría llevado a la rebelión. A medida que el tiempo transcurriría, la soledad se volvería cada vez más pesada, convirtiéndose en un compañero doloroso que le recordaría su incapacidad para formar alianzas, incluso entre los suyos.

Tras su derrota en la Rebelión, Astaroth no solo sería desterrado del Cielo, sino que también se vería obligado a aceptar su nueva realidad. Su caída sería un símbolo de la pérdida de su visión de libertad, el inicio de su transformación en un demonio que no podría escapar de sí mismo. Sin embargo, en Umbra, Astaroth no se convertiría en un mero espectador de su destino; más bien, se alzaría como un líder destacado entre los demonios. Con su mente astuta y su enfoque manipulador, continuaría persiguiendo una visión de un nuevo orden, aunque ahora en un contexto de caos y destrucción.

Su ambición, alimentada por el orgullo que nunca podría erradicar, lo convertiría en un estratega temido. Astaroth se dedicaría a forjar planes intrincados, manipulando a otros demonios para lograr sus objetivos, siempre impulsado por el deseo de demostrar su grandeza en un mundo donde el desorden reinaría. La ironía de su situación no se le escaparía; aunque habría perdido el Cielo, su espíritu indomable le permitiría seguir buscando poder y control en un lugar donde la desesperación sería la norma.

Así, Astaroth permanecería atrapado en su espejo oscuro, un recordatorio constante de que el orgullo, al igual que el castigo, podría convertirse en la más pesada de las cargas. Su historia se entrelazaría con el eco de su propia voz, resonando en las profundidades de Umbra, donde el orgullo y la soledad lo perseguirían eternamente.

Abaddon, el ángel de la destrucción, sería obligado a presenciar una devastación interminable que él mismo no podría controlar. La destrucción se extendería a lo largo del paisaje infernal, representando su rol en la rebelión y el caos que desató. Su poder de destrucción estaría severamente restringido, forzándolo a experimentar el sufrimiento que causó a otros sin poder ejercer su fuerza.

Su castigo sería severo, reflejando su rol como destructor y su fracaso en la rebelión. En Umbra, se transformaría en un demonio poderoso, convirtiéndose en uno de los líderes más temidos de Umbra. Su nuevo rol sería el de un ser que se alimentaría del caos y la destrucción, reflejando sus características originales pero en un contexto más oscuro.

Abaddon sería confinado en una prisión mágica hecha de un material oscuro y corrupto, que limitaría su poder y movilidad. Este vínculo lo mantendría en un estado de constante tortura y desdicha, en una región especialmente tormentosa de Umbra, rodeado de paisajes desolados y envuelto en tormentas de fuego y oscuridad. La atmósfera opresiva reflejaría el caos que él mismo desató.

Su poder celestial sería severamente reducido en Umbra, impidiéndole utilizar su habilidad de destrucción de manera efectiva. Aunque conservaría algo de su fuerza, estaría restringido por las limitaciones del entorno infernal. Su transformación en demonio reflejaría su nueva realidad, donde su esencia como ser poderoso estaría deformada y corrompida por la influencia de Umbra.

A pesar de ser uno de los líderes en Umbra, Abaddon enfrentaría desconfianza y rivalidad de otros demonios. Su naturaleza dominante y ambición provocaría conflictos internos, dificultando su integración con otros líderes demoníacos. Las confrontaciones y luchas internas añadirían una capa de tensión en Umbra, reflejando su naturaleza tumultuosa.

La posibilidad de redención o escape sería prácticamente nula para Abaddon. Su castigo estaría diseñado para ser eterno, recordándole constantemente la caída y el desdén que causó. En su papel como demonio, seguiría enfrentando las consecuencias de sus acciones pasadas, tratando de encontrar una forma de alcanzar el poder y control que una vez tuvo, pero siempre limitado por su castigo eterno.

Los restantes ángeles caídos que se rebelaron, al ser condenados, experimentarían castigos diversos y personalizados que reflejarían su papel en la rebelión y sus características individuales. Cada uno de ellos podría enfrentar tormentos físicos y psicológicos, o una combinación de ambos, según la naturaleza de sus pecados.

Separados unos de otros, los ángeles rebeldes no tendrían la oportunidad de formar alianzas o cooperar. Este aislamiento aseguraría que cada uno sufriría en soledad, alimentando así un sentido de desconfianza y desesperación. Sus castigos se llevarían a cabo en diversos ambientes infernales, cada uno diseñado para reflejar la esencia de la rebelión y los pecados que los habían llevado a su caída.

Los castigos no solo servirían para castigar a los ángeles caídos, sino que también funcionarían como una advertencia para otros seres celestiales. De esta manera, se les recordaría las graves consecuencias de la rebelión y el rechazo del orden celestial. Este sistema de castigos aseguraría que los ángeles rebeldes no solo sufrirían por sus acciones, sino que también contribuirían a la preservación del orden y la justicia en el Cielo y en el mundo.

Así, los castigos de los otros rebeldes buscarían reflejar tanto sus pecados individuales como el impacto general de su rebelión en el orden celestial y cósmico.

Los seis demonios siempre liderados por Lucifer, comenzaron a tramar un plan para extender sus dominios y oscuridad más allá de Umbra y desafiar al Cielo una vez más. Organizaron a todos los Ángeles que habían sobrevivido a la Rebelión del Cielo y les encomendaron infiltrarse en el mundo humano, para buscar aliados entre los mortales. Varios de ellos se sentían atrapados en sus propias dudas y desesperaciones. Prometieron poder y conocimiento a aquellos dispuestos a unir fuerzas con ellos.

Mientras tanto, en el Cielo, el Creador convocó a los siete Arcángeles y a los ángeles leales que habían sobrevivido a la devastadora Rebelión. La luz celestial envolvía el lugar, pero un aire solemne los rodeaba. Sabían que, aunque la batalla había terminado, la amenaza de los demonios no se extinguiría tan fácilmente. La corrupción podía regresar, y con ella, la posibilidad de que más ángeles cayeran en el futuro, tentados por las sombras.

El Creador, en su infinita sabiduría, les ofreció a sus siervos una opción: borrar de sus memorias todo rastro de los horrores vividos o mantener sus recuerdos intactos, pero a cambio, vivir con el peso de lo ocurrido. La decisión fue unánime. Los ángeles, dotados de libre albedrío y comprendiendo el propósito de su existencia, eligieron recordar. Con firmeza, juraron una lealtad eterna al Creador, comprometiéndose a proteger el equilibrio del universo, sin importar los sacrificios. Entre ellos, un puñado de Ángeles arrepentidos, entre ellos Azaziel, se arrodillaron ante los Arcángel y el Creador, llorando desconsoladamente por haber levantado sus manos contra el Cielo.

Azaziel, tomó la palabra.

—Gran Señor, hermanos nuestros, no merecemos su perdón. Fallamos ante ustedes, los traicionamos y para peor, levantamos nuestro puño por falsos designios y nos dejamos tentar por Lucifer. Ante todos ustedes, pedimos perdón. No esperamos seguir con vida, no la merecemos, pero sólo su perdón reconfortará nuestra alma corrompida.

Los Arcángeles se miraron entre ellos. Veían el arrepentimiento genuino en sus corazones. Miguel dio unos pasos hacia adelante y tocó el hombro de Azaziel.

—El Cielo da segundas oportunidades a los arrepentidos de corazón. Nuestro Creador es amor verdadero. Nosotros hemos visto su redención. Sin embargo— advirtió Miguel— no habrá otra oportunidad si se vuelven a apartar del camino del bien. Ante el poder que me ha otorgado nuestro Creador, son redimidos de la justicia divina y liberados del castigo.

Miguel sabía que esto era una prueba para Azaziel y los otros rebeldes, pero el Cielo daría una nueva oportunidad a quienes la merecieran.

Luego de esto, el Creador, con una última mirada llena de compasión y justicia, desapareció, dejando tras de sí la promesa de que aquellos que permanecieron leales serían recompensados por su sacrificio.

Preparados para cualquier nueva amenaza, los Arcángeles fortalecieron sus filas. El Creador, sabiendo que Lucifer y sus demonios jamás podrían regresar al Cielo, también entendía que buscarían otro camino: corromper a la humanidad, los seres mortales que, aunque frágiles, poseían un don que los demonios codiciaban: la capacidad de elegir entre el bien y el mal.

Así, a muchos ángeles se les otorgaron misiones en la Tierra. Se les encomendó vivir entre los humanos, proteger sus almas de las tentaciones que los demonios les presentarían. Algunos ángeles lograron su cometido y, tras salvar almas inocentes, regresaron al Cielo en gloria. Sin embargo, otros no tuvieron tanta suerte; sucumbieron a las mentiras y manipulaciones de los demonios, cayendo en desgracia y transformándose ellos mismos en servidores del mal.

La batalla entre ángeles y demonios continuó, pero esta vez en el mundo de los mortales. Invisible para los ojos humanos, esta guerra se libraba de manera indirecta, influenciando las decisiones de la humanidad. Los demonios terrenales extendieron su influencia, sembrando odio y caos: asesinatos, genocidios, violaciones, y todo tipo de atrocidades nacían del corazón corrompido de aquellos que habían cedido a la oscuridad.

Al morir, muchas de estas almas perdidas, incapaces de encontrar redención, vagaban en la Penumbra, atrapadas en un limbo de sufrimiento. Otras, aún más desgraciadas, eran transformadas en demonios y recibidas en Umbra, el reino sombrío. Así, el ciclo de corrupción y perdición continuaba. Los demonios recién convertidos recibían misiones para regresar a la Tierra y seguir extendiendo el mal, un ciclo incesante y perpetuo en el que la batalla entre la luz y la oscuridad se tornaba cada vez más implacable.

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