El Creador, consciente de la rebelión de Lucifer, convocó a los siete Arcángeles a una cumbre urgente. Al frente estaba Miguel, el nuevo líder de los Arcángeles, quien asumía el mando de la batalla. Los Arcángeles, desconcertados y tristes por la traición de Lucifer, se preparaban para enfrentar una lucha que sacudiría los cimientos del Cielo.
Miguel, aunque determinado, sentía una profunda tristeza al ver cómo su hermano había caído. Con su espada en mano y su armadura resplandeciente, se preparaba para el combate más difícil de su vida. Gabriel, encargado de alertar a los Ángeles, se veía dividido por el dolor de enfrentar a quien fue su hermano. Uriel, sabio y estratégico, guiaría a los Ángeles en la preparación para la batalla, recordando lo que estaba en juego. Azrael protegería las almas recién llegadas, asegurándose de que no fueran corrompidas por la rebelión. Rafael, junto a Baraquiel y Raguel, se dedicaría a proteger a los Ángeles más jóvenes, preocupándose por su esperanza en medio del caos.
Mientras se preparaban para la rebelión, el cielo se oscurecía, presagiando la gran batalla. Los Arcángeles sabían que no todos regresarían, y su resolución se pondría a prueba en una lucha que definiría el futuro del Cielo y la esencia de la fe y la justicia.
Mis disculpas por eso, aquí va una versión más detallada y equilibrada:
El día que comenzó la Rebelión, los cielos temblaron con la presencia de Lucifer, acompañado por Samael, Astaroth, Abaddon, Belcebú, Shamziel y Azaziel. Avanzaban con determinación, sus rostros duros y su presencia reverberando por todo el reino celestial. Sabían que su objetivo era corromper a los Ángeles más jóvenes, seduciéndolos con promesas de libertad. Les ofrecían la oportunidad de romper las cadenas que los ataban a un Creador distante y alcanzar el poder que se les había negado.
Lucifer, con su imponente figura, hablaba con una voz suave pero seductora, impregnada de dulzura y veneno. “Ya no serán súbditos de un ser inalcanzable. Romperán las limitaciones que les impone. Podrán decidir por ustedes mismos.” A medida que hablaba, su aura parecía crecer, y sus ojos brillaban con una intensidad peligrosa. Su influencia se hacía palpable, y algunos Ángeles comenzaron a dudar, su lealtad enfrentada con el miedo y la ambición. Temían el poder de Lucifer, quien había sido en otro tiempo el orgullo del Cielo, casi a la par del Creador.
Algunos Ángeles decidieron unirse a su causa, mientras que otros, llenos de incertidumbre, temblaban ante la amenaza de destrucción si no lo hacían. Les ofrecían una última oportunidad: elegir entre la servidumbre o la rebelión, entre la lealtad y la muerte.
Cuando finalmente llegaron ante los Arcángeles, el ambiente se cargó de una tensión palpable, como si el tiempo mismo se detuviera. A lo lejos, los cielos se oscurecían, presagiando lo que estaba por venir. Miguel, listo para el combate, se mantenía sereno e inmóvil, rodeado de los Arcángeles que, como él, mostraban rostros severos pero tranquilos. Sabían lo que estaba en juego, pero aún albergaban la esperanza de evitar la confrontación.
A su alrededor, los Ángeles leales se mantenían firmes, aunque el miedo vibraba en el aire. La expectativa era insoportable. Cada uno sabía que, si Lucifer iniciaba el ataque, serían las primeras almas en caer por defender el Cielo. El único sonido que rompía el silencio era el leve susurro de las alas de los Ángeles, un preludio antes del caos.
Miguel no apartaba la vista de Lucifer. La quietud entre ambos era densa, como un campo de batalla invisible donde sus determinaciones colisionaban. Mientras tanto, los Arcángeles intercambiaban miradas breves pero significativas. Nadie quería ser el primero en atacar, ninguno deseaba ser el responsable de desatar la violencia. Sin embargo, todos sabían que, si Lucifer cruzaba la línea, el Cielo no tendría otra opción más que responder.
El semblante de Lucifer era una mezcla de desafío y resentimiento. Avanzó un paso y, con su voz profunda, rompió el silencio, dirigiéndose a Miguel:
—Por fin estás donde siempre quisiste, querido Miguel, fiel compañero. Liderando a todos, como tanto deseabas.
Las palabras resonaron en el aire, llenas de burla. Miguel permaneció en silencio por unos momentos, su semblante tranquilo, aunque una sombra de dolor cruzó por sus ojos. Finalmente, habló:
—Lucifer, amigo, por favor, detente. No deseo estar en esta posición. No quiero una lucha fratricida.
Las palabras parecían resonar entre las columnas del Cielo, como si el mismo reino celestial suplicara junto a Miguel. Pero Lucifer no estaba dispuesto a escuchar. Se adelantó unos pasos más, y el suelo bajo sus pies parecía vibrar con cada movimiento.
—Sabes bien cómo evitar esto —respondió con tono glacial—. Me pregunto, ¿qué te ofreció el Creador para que tomaras mi lugar?
El aire se volvió más pesado, y algunos Ángeles, ante la mención de ese antiguo poder, retrocedieron, sintiendo la oscuridad creciente alrededor de Lucifer. Miguel, con una mezcla de tristeza y resignación, habló:
—Nadie ha tomado tu lugar, Lucifer. Ni me interesa hacerlo. Solo sirvo a nuestro Creador. Él decide mi destino, no yo. Lucifer, aún estás a tiempo. Todos te respetamos y te amamos. Este sinsentido puede acabar ahora.
Gabriel, que había luchado junto a Lucifer en tantas ocasiones pasadas, avanzó también, con una mirada llena de compasión.
—Lucifer, siempre fuiste un líder justo. Todos te admiramos, y gracias a ti, los humanos han descubierto cosas grandiosas. Aún podemos lograr muchas cosas más juntos.
Lucifer sonrió con desdén, pero detrás de sus palabras se notaba el dolor de quien siente que ha sido traicionado por aquellos a quienes alguna vez llamó hermanos:
—Mi querido Gabriel, no entiendes. El Creador nos ha limitado, nos ha impuesto restricciones. Siempre nos dice qué hacer, cómo hacerlo. ¿No crees que ha llegado el momento de ser libres? Tú podrías descubrir tu verdadero propósito. Yo te ofrezco la libertad que tanto anhelas.
La tensión creció aún más cuando Gabriel, con firmeza en su voz, respondió:
—No quiero libertad. Mi propósito es servir al Creador, y no somos nadie para cuestionar sus designios. Su plan es perfecto.
Lucifer, con los ojos encendidos por la ira, replicó:
—¿Morir es parte de ese plan perfecto? ¿Acaso es tu destino morir hoy, Gabriel?
—Si muero, es porque así debe ser —contestó Gabriel sin vacilar—. Si ese es mi destino, lo aceptaré.
El odio de Lucifer estalló en ese momento, su voz resonando con fuerza:
—¡Si mueres, serás reemplazado! ¿No lo ves? Para ese Creador inútil, no eres más que una marioneta. Nosotros somos los que ejecutamos sus deseos, y sin embargo, los mortales le agradecen solo a Él. ¿Qué pasaría si ese Creador no es tan grande como crees? ¡Yo puedo darte la verdadera libertad!
Sus seguidores, impregnados del odio de su líder, se movieron detrás de él, como sombras dispuestas a desatar el caos. Y así, el primer paso hacia la guerra estaba a punto de ser dado.
El cielo se oscureció al momento que también caían relámpagos. Los Ángeles leales, en una formación defensiva, se preparaban para enfrentar el ataque. La estrategia de Lucifer era atacar primero a los Ángeles más jóvenes para debilitar al ejército del Cielo.
Lucifer atacó alzándose con su figura imponente, cortando el aire con una mezcla de determinación y furia. Su mirada ardía con un fervor incendiario mientras comandaba a sus seguidores. Samael, a su lado, desató ráfagas de energía que destrozaban las defensas celestiales. Abaddon, con su nueva naturaleza violenta, avanzó con una furia incontrolable, mientras Astaroth manipulaba el campo de batalla con su sabiduría oscura.
El ataque fue rápido. Los Ángeles jóvenes se defendían como podían, pero contaban con el apoyo de otros más experimentados. Miguel, Gabriel y los restantes Arcángeles tomaban parte en el combate, deteniendo los ataques de varios Ángeles rebeldes.
Miguel, con una firmeza serena, lideró a los Ángeles fieles y enfrentó a Lucifer en un duelo monumental. Rafael, con su habilidad curativa, protegía a los heridos y mantenía la moral alta entre sus tropas. Gabriel, con su agilidad y destreza, se enfrentaba a los seguidores más jóvenes y ardientes de Lucifer, desbaratando sus intentos de romper las líneas celestiales.
El clímax de la batalla llegó con una intensidad sin precedentes. Lucifer y Miguel intercambiaban ataques violentos en una lucha que sacudía los cimientos del Cielo. La luz pura del ArcÁngel y la oscuridad de Lucifer colisionaban en una vorágine de energía que iluminaba los cielos como nunca antes. Cada choque creaba una explosión de poder, destellos cegadores que bañaban el campo de batalla en resplandor y sombra.
Entre las fuerzas caóticas del enfrentamiento, Abaddon, el Destructor, avanzaba con su poder devastador, sembrando la destrucción entre los ejércitos celestiales. Aprovechando un momento de vulnerabilidad en Miguel, quien estaba concentrado en Lucifer, Abaddon lanzó un ataque traicionero. La energía oscura atravesó las defensas del ArcÁngel, y Miguel, incapaz de anticipar el golpe, fue herido gravemente. Viendo al ArcÁngel debilitado, Lucifer redobló su ataque, golpeando con una violencia aún mayor, decidido a terminar con el que una vez fue su amigo más cercano.
Miguel, aunque poderoso, no podía enfrentarse a ambos al mismo tiempo. El peso de los ataques conjuntos lo hizo tambalear, recibiendo cada vez más heridas. Sus alas, que alguna vez brillaron con la pureza del Cielo, ahora estaban manchadas por la sangre y el sudor de la batalla. Parecía que su derrota era inminente, que el ArcÁngel caería bajo el yugo de la rebelión.
Pero en el último momento, como un rayo de esperanza en la oscuridad, Gabriel irrumpió en el campo de batalla. Con una valentía indomable, se interpuso entre Lucifer y Abaddon para proteger a Miguel.
—No mientras yo siga de pie —declaró con firmeza, enfrentándose solo a la embestida de los rebeldes. Samael, Astaroth y Shamziel, como depredadores rodeando a su presa, se unieron a Lucifer y Abaddon, cercando a Gabriel, buscando aplastar su resistencia. Gabriel, sin embargo, no retrocedió. Su fe y su lealtad al Creador lo mantenían firme, dispuesto a sacrificarlo todo por sus hermanos.
El momento era crítico. Pero antes de que los caídos pudieran desatar su ataque final, Rafael y Azrael llegaron con un puñado de Ángeles fieles, heridos pero determinados a seguir luchando. Juntos, formaron una barrera de luz y esperanza frente a las huestes de la oscuridad. La batalla alcanzaba su punto más cruel: los cuerpos de los caídos llenaban el suelo celestial, y el conflicto se intensificaba con cada segundo. Algunos Ángeles, tentados por las promesas de poder y vida eterna de Lucifer, comenzaron a flaquear. Otros, debilitados por el dolor, escuchaban las tentaciones, mientras que los fieles preferían morir antes que traicionar al Creador.
Por su parte, entre los seguidores de Lucifer, las dudas también comenzaban a aflorar. Algunos, al ver la magnitud de su rebelión y el sufrimiento causado, redimieron sus corazones y retornaron su lealtad al Cielo. Pero los más corrompidos por el odio seguían dispuestos a llevar su lucha hasta las últimas consecuencias. Entre los arrepentidos, Azaziel, uno de los fieles seguidores de Lucifer y que iniciaron la Rebelión, contuvo su ataque cuando se disponía a matar a unos Ángeles jóvenes. Sus recuerdos en el Cielo y el recuerdo de sus hermanos caídos le impedían seguir adelante. Detuvo su ataque, se arrodilló y lloró desconsoladamente, arrepentido del mal que había causado junto a Lucifer y los otros. Abaddon al ver esto, le gritó:
—¡Traidor, sabía que no se podía confiar en ti!
—No puedo, Abaddon. No puedo…toma mi vida si gustas. El Cielo es mi lugar. Recibiré el juicio de nuestro Creador si es necesario — replicó Azaziel
—¡Te acabaré en este instante! — gritó Abaddon, mientras volaba para asestarle el golpe de gracias.
Azaziel cerró sus ojos esperando el ataque final, dispuesto a morir por el Cielo y si era posible, redimirse de sus pecados.
Gabriel, volando rápidamente, se interpuso entre Azaziel y Abaddon deteniendo el ataque.
—No matarás a otro de mis hermanos, Abaddon.
—¿Por qué lo hiciste, Gabriel? No merezco vivir, no merezco el perdón, soy un traidor. Traicioné al Creador y a mis hermanos. Te traicioné a ti. — dijo llorando Azaziel.
—No soy quien para juzgarte, Azaziel. Sólo el Creador te podrá juzgar. Si el arrepentimiento es genuino, hay segundas oportunidades en el Cielo. Debes saberlo.
Luego, Gabriel extendiendo su mano, ayudó a Azaziel a ponerse de pie.
Finalmente, tras horas de enfrentamiento, solo quedaban en pie los siete Arcángeles y un puñado de Ángeles fieles, frente a Lucifer y sus seis seguidores más leales. Ambos bandos estaban exhaustos, pero ninguno cedía. Parecía que la batalla no tendría fin, y que el Cielo mismo podría ser destruido por el choque de fuerzas divinas.
De repente, un silencio abrumador cayó sobre el campo de batalla. Todo se detuvo. Una luz más brillante que cualquier estrella comenzó a descender desde lo alto, llenando el Cielo con su fulgor. Era una luz inabarcable, infinita, cargada de una autoridad inquebrantable. Todos los Ángeles, incluso los rebeldes, cayeron de rodillas ante su presencia. El Creador había llegado.
Lucifer, cegado por el odio, lanzó una última maldición. «¡Tú me has negado lo que merezco! ¡Me has relegado y menospreciado!», gritó con furia, su voz resonando con un veneno acumulado durante incontables años. Junto a sus seguidores, trató de alzar su golpe contra el Creador mismo. Pero el intento fue en vano. Con un gesto de pura voluntad, el Creador detuvo el ataque. El poder de los rebeldes se disipó al instante, reducido a nada ante la omnipotencia del Creador.
Su voz, inmensa y resonante, llena de juicio y sabiduría, se escuchó en todo el Cielo:
—Han elegido su destino. Y ahora, recibirán su castigo.
En ese momento, los cielos mismos temblaron y una grieta se abrió en el firmamento. Una fuerza imparable envolvió a Lucifer y sus seguidores, arrojándolos fuera del Cielo. Fueron desterrados, expulsados a Umbra, el abismo de la oscuridad y el desamparo.
Allí, en la vastedad del vacío, sus formas Ángelicales se distorsionaron, transformándose en demonios, criaturas de resentimiento y odio eterno. Habían perdido todo, y ahora solo les quedaba una existencia de sufrimiento y dolor.
En el Cielo, la paz regresó, aunque a un alto costo. Los Ángeles fieles lloraron por sus hermanos caídos, pero el orden divino había sido restaurado. En ese momento, todos los servidores sobrevivientes, además de haber jurado lealtad eterna al Creador, juraron que guardarían silencio de lo ocurrido.