Desde tiempos inmemoriales, más allá del alcance de cualquier cronología humana, existieron los Ángeles. Tratar de trazar un paralelo temporal entre el Cielo y la Tierra es un ejercicio fútil, pues las leyes físicas y el concepto de espacio-tiempo difieren radicalmente entre ambos reinos. Mientras en la Tierra el tiempo avanza linealmente, en el Cielo el pasado, presente y futuro coexisten, doblándose sobre sí mismos en patrones que desafían la comprensión mortal.
Aunque se le considera un lugar de paz y armonía, en el Cielo las tensiones subyacentes existían desde antes de que el hombre habitara la Tierra. Los ángeles que alguna vez descendieron a este mundo contaron historias inquietantes: relatos de una rebelión que había desgarrado el Cielo y que culminó con la caída de poderosos ángeles, desterrados y transformados en demonios, despojados de sus gracias divinas y consumidos por el odio. Estos Caídos, ahora seres llenos de maldad, habían sido expulsados a Umbra, una prisión forjada para contener su furia.
El primero de ellos, el más ilustre y trágico de todos, fue Lucifer, el ángel de la luz, creado para ser la mano derecha del Creador. A él se le concedió una sabiduría incomparable y un poder inmenso. Durante eras incalculables, fue el líder indiscutido de todos los ángeles, guiando las misiones divinas con un propósito claro y una justicia incorruptible. Sus órdenes eran la voz del Creador, y ningún ser celestial osaba cuestionar su autoridad, pues todos sabían que Lucifer actuaba en nombre de la divinidad.
Sin embargo, a pesar de su poder y su cercanía con el Creador, Lucifer no podía evitar sentir una creciente inquietud. Había momentos de soledad, en medio de todo su esplendor, en los que una pregunta surgía en su mente: ¿Y yo? Era una interrogante silenciosa, oculta tras su papel impecable, pero que poco a poco germinaba en su interior. ¿Acaso todo su esfuerzo no merecía mayor reconocimiento?
Cuando el mundo fue creado, y los primeros mortales comenzaron a caminar sobre la Tierra, esa semilla de insatisfacción brotó finalmente en su corazón. A Lucifer se le confió la tarea de instruir a los humanos, de entregarles las primeras herramientas y conocimientos para su supervivencia: cómo cazar, cómo encender el fuego, cómo cultivar la tierra. Sin embargo, a medida que los mortales prosperaban y alababan al Creador, Lucifer se sintió olvidado, relegado a un segundo plano. Las alabanzas eran dirigidas al Creador, pero nadie reconocía los méritos del ángel que había sido instrumental en el florecimiento de la humanidad.
Cada acto de reverencia hacia el Creador le recordaba a Lucifer su propio sacrificio no reconocido. Al principio, intentó ahogar estos pensamientos, asegurándose de que el propósito de su existencia era servir. Pero la semilla de envidia que había germinado lentamente se convirtió en un fuego incontrolable. ¿Si él era el ángel más poderoso y sabio, por qué no merecía un lugar igual, o incluso superior, al del Creador? ¿Por qué siempre debía estar en la sombra, ejecutando sus órdenes sin recibir las alabanzas que le correspondían?
A medida que estas preguntas lo devoraban, Lucifer comenzó a cambiar. Al principio, solo unos pocos notaron el cambio en él, pero sus ojos, una vez llenos de luz, empezaron a volverse más oscuros. Entre los primeros en notar este cambio estuvo Samael, un ángel de una sabiduría inmensa y una mirada introspectiva. Samael había sido siempre un observador cuidadoso del equilibrio cósmico, y aunque su lealtad al Creador era fuerte, había en su interior una chispa de duda. Las misiones que el Creador encomendaba a los Arcángeles no siempre parecían justas, y poco a poco Samael también comenzó a cuestionarse su propio papel en el cosmos. Lucifer, viendo esto, comenzó a acercarse a Samael, tejiendo con cautela una red de insatisfacción compartida.
— ¿Nunca te has preguntado si nuestras órdenes realmente vienen del Creador? —le susurraba Lucifer en momentos de soledad—. ¿No has pensado que, quizás, no todo es como parece?
Al principio, Samael vacilaba. Sabía que tales pensamientos eran peligrosos, pero las palabras de Lucifer empezaron a resonar en lo más profundo de su ser. Con cada conversación, el ángel caía más profundamente en la red que Lucifer había tejido con tanta destreza. Lucifer no solo prometía poder, sino también una verdad oculta, una visión del universo que ninguno de los otros ángeles había contemplado.
Así, Samael fue el primero en ser seducido por las promesas de Lucifer. Con Samael a su lado, Lucifer tenía un poderoso aliado, no solo en fuerza, sino en influencia. A partir de ese momento, Lucifer comenzó a extender su red más allá, sabiendo que necesitaba más apoyo para su causa.
Astaroth, encargado de los conocimientos secretos y la formación de otros ángeles, fue uno de los siguientes en caer. Astaroth siempre había sido inquieto, preguntándose si el Creador realmente era omnisciente o si los Arcángeles distorsionaban sus órdenes según sus propios intereses. Las palabras de Lucifer, que hablaban de un nuevo orden donde los ángeles pudieran gobernarse a sí mismos, resonaron con fuerza en Astaroth, quien se unió a la causa, creyendo que era parte de una evolución natural del plan divino.
Abaddon, el ángel del equilibrio y la destrucción, fue más difícil de convencer. Su papel era mantener el orden y asegurar que la destrucción fuera siempre parte del ciclo de la vida. Pero Samael, con su retórica convincente, lo manipuló hasta que su deseo de mantener el equilibrio se transformó en una sed de poder. Abaddon, cegado por las promesas de grandeza, finalmente cayó.
Azaziel, Belcebú y Shamziel, ángeles más jóvenes, vieron en Lucifer una figura de poder en la que podrían destacar sin la pesada sombra de los Arcángeles. Cada uno trajo consigo a otros ángeles impresionables, y las filas de los insurgentes comenzaron a crecer.
A medida que el descontento se extendía, Lucifer no dejaba de luchar internamente. A veces, en sus momentos más solitarios, sentía una duda persistente: ¿Sería esta la decisión correcta? ¿Realmente podría derrocar al Creador? Pero esas dudas eran rápidamente sofocadas por su orgullo y el creciente apoyo de sus seguidores. No podía dar marcha atrás.
La rebelión no ocurrió de la noche a la mañana. Fue un proceso largo, un lento pero imparable deterioro de la fe y la lealtad de los ángeles. Lucifer se encargó de que el descontento creciera en silencio, tejiendo una red de traición que dividiría el Cielo en una guerra sin precedentes.
Cuando finalmente llegó el momento, Lucifer se alzó con una declaración que resonaría en los ecos de la eternidad:
—Nosotros, los verdaderos guardianes de la luz, ya no serviremos ciegamente. Nos levantaremos contra el Creador y tomaremos el lugar que nos corresponde. El Cielo es nuestro, y ningún ser, ni siquiera el Creador, nos detendrá.
Con esas palabras, el Cielo se estremeció, y la guerra comenzó. Pero en su corazón, mientras las primeras espadas celestiales chocaban, Lucifer no pudo evitar preguntarse: ¿Y si me he equivocado?