Raziel y Haline se encontraban frente a frente en la penumbra. Habían pasado el día juntos, como los anteriores, hablando del peligro inminente, pero evitando lo que realmente sentían. El silencio entre ellos era denso, cargado de una tensión innegable. Sobre ellos, el cielo rojo anunciaba el inicio de la Noche de Walpurgis.
Haline, fuerte y resuelta, lo miraba con preocupación y afecto. Había visto su dolor y la carga que llevaba, pero ahora también veía su nobleza, su lucha constante por hacer lo correcto pese a la oscuridad que lo acechaba. Ese valor la conmovía, pero también sembraba dudas en su interior. ¿Cómo podía alguien tan perdido ser su fuente de fuerza? ¿Y cómo protegerlo si ni siquiera sabía si él quería ser salvado?
— Raziel… — dijo ella suavemente, dando un paso hacia él—. Has enfrentado tantas pruebas… y, sin embargo, aquí estás, dispuesto a seguir luchando. Si el mundo dependiera solo de tu voluntad, estoy segura de que la luz prevalecería.
Raziel, sorprendido por las palabras de Haline, bajó la mirada, sintiendo el peso de su propia incertidumbre. La caída del cielo aún era una cicatriz abierta, y en su interior, luchaba contra la culpa de no haber estado a la altura de las expectativas divinas. ¿Cómo podía alguien que había fallado tan profundamente ser digno de la confianza de Haline? Y peor aún, ¿cómo podía pedirle que lo acompañara en un destino que él mismo no entendía?
— Haline… — comenzó Raziel, levantando la vista para encontrarse con sus ojos—. Desde que llegué a la Tierra, he estado perdido. Traicionado por aquellos en quienes confiaba, sin un rumbo claro. Pero… contigo, he encontrado algo que nunca supe que necesitaba. No es solo tu valentía o tu habilidad en el combate. Es tu fe en mí, incluso cuando yo mismo la he perdido.
Mientras escuchaba esas palabras, Haline sintió cómo su corazón se aceleraba. La duda que albergaba dentro de ella comenzaba a disiparse. Raziel no era solo un Ángel caído, era un ser herido buscando su redención. Pero, ¿podría ella ser la persona que lo guiara? La responsabilidad la abrumaba. Le preocupaba el precio que pagaría por acercarse demasiado a él, por dejarse llevar por un vínculo que no entendía del todo. Pero también sabía que no podía dar marcha atrás.
Haline siempre llevaba consigo un collar que había sido de su madre. Tenía forma de corazón rojo y unas pequeñas alas de Ángel. Lo guardaba como un amuleto protector y una conexión infinita con ella. Su madre le dijo que siempre la protegería y la cuidaría desde donde estuviera. Y si en algún momento tuviese la necesidad de cuidar a alguien, podría entregarlo también. En un gesto impulsivo, pero lleno de convicción, Haline se quitó el collar, sintiendo cómo su vínculo con su madre, de alguna manera, se entrelazaba ahora con Raziel.
— Quiero que lo tengas — dijo Haline, extendiéndole el collar a Raziel —. Era de mi madre, como un símbolo protector hacia mí. Pero ahora te protegerá a ti. No importa lo que venga, ni cuán oscuros sean los días por delante, yo estaré a tu lado. Y si llegara el momento en que la duda te consuma, recuerda que no estás solo. Yo estaré contigo, pase lo que pase.
Raziel tomó el collar con cuidado, sintiendo el peso simbólico del regalo. Era mucho más que un simple amuleto; era la promesa de un vínculo inquebrantable, forjado no solo por la batalla, sino por algo más profundo, algo que ni el tiempo ni el caos de la guerra podría romper. Pero también le invadía una profunda inquietud. ¿Sería capaz de proteger a Haline? ¿O su proximidad a él solo la condenaría?
Sin decir una palabra más, Raziel se acercó a Haline y la envolvió en un abrazo firme pero cálido. No era un gesto pasional, sino uno lleno de certeza y comprensión. En ese abrazo, ambos sellaron un pacto silencioso: enfrentarían lo que viniera, juntos. Sin embargo, en lo profundo de su corazón, Raziel temía que el destino le arrebataría todo una vez más.
El reloj marcaba el final del día cuando los cielos comenzaron a cambiar de color. Lo que antes era un crepúsculo rojizo lentamente se transformó en una oscuridad absoluta, como si el mundo hubiera sido cubierto por un manto de sombras. La luna, normalmente una guardiana plateada en la noche, ahora brillaba con una tonalidad carmesí, una señal inequívoca de que algo terrible estaba a punto de suceder.
El aire vibraba con una energía antigua y malévola. Un viento helado comenzó a soplar, pero no era un viento natural. Era frío, profundo, y parecía emanar de los mismos portales que empezaban a abrirse. La tierra, como si estuviera viva, retumbaba bajo los pies de Raziel y Haline. Desde lo más profundo del suelo se oía un sonido sordo y distante, como si el mismo mundo estuviera temblando ante la llegada de las huestes demoníacas.
Los portales de Umbra no aparecieron de inmediato, sino que el proceso fue gradual y casi ritualístico. Primero, los animales en los alrededores, tanto en ciudades como en campos, comenzaron a inquietarse: los lobos aullaban en los bosques, los pájaros huían en masa hacia el horizonte, y los perros ladraban desesperados sin razón aparente. Las estrellas mismas parecían desvanecerse del cielo, como si el cosmos apartara la mirada de los eventos que estaban por desarrollarse.
De pronto, en varios puntos del mundo, círculos de energía oscura comenzaron a formarse en el suelo y en el aire. Eran símbolos antiguos, grabados en el suelo y flotando sobre ciudades y desiertos. Los círculos destellaban con un brillo morado y negro, un tono que solo podía asociarse con los abismos más oscuros de Umbra. En medio de esos símbolos, los portales finalmente se abrieron, desgarrando la realidad misma con un sonido profundo y gutural, como el rugido de una bestia atrapada.
Desde el otro lado, el mundo de los demonios comenzó a invadir la Tierra. Niebla oscura y espesa emergió de los portales, cubriendo todo a su paso como un manto de muerte. De esa niebla comenzaron a surgir las primeras figuras: criaturas de Umbra, deformadas y terribles, con alas de cuero negro, cuernos retorcidos y cuerpos cubiertos de cicatrices. Sus ojos brillaban con un fuego insano, reflejando una maldad sin fin, y sus bocas dejaban escapar un humo sulfuroso.
Sin embargo, entre ellos, destacaba una figura en particular: un demonio gigantesco con cuernos dorados y alas enormes. Su sola presencia era capaz de congelar el alma de quienes lo veían. Sus pasos resonaban como martillazos en la Tierra. Los demonios menores lo seguían con obediencia ciega, sabiendo que su ira era letal.
Raziel y Haline, observaban todo esto con una mezcla de horror y determinación. Sabían que esto era solo el principio. Cada portal que se abría significaba una grieta más en la barrera entre la Tierra y Umbra, y aunque aún no había comenzado una batalla directa, el mundo ya empezaba a sentir el peso de la invasión demoníaca.
Haline apretó la mano de Raziel, mirándolo directamente a los ojos.
— Pase lo que pase, estaré a tu lado. Hemos llegado hasta aquí juntos y no dejaré que la oscuridad nos separe.
Raziel, sintiendo la firmeza en su voz, respondió con un asentimiento.
— No habrá fuerza en este mundo o en el otro que me aleje de ti, Haline. Ya no lucho solo por redimirme… lucho por nosotros.
En un gesto impulsivo, pero lleno de heroísmo y devoción, Haline llevó la mano de Raziel a su pecho, justo donde su corazón latía con fuerza. Raziel sintió ese pulso de vida bajo su mano, y algo en su interior se encendió. Era una chispa de esperanza, de fuerza, de amor.
En ese instante, Raziel dio un paso más cerca de Haline. No hubo palabras, solo un entendimiento mutuo. Ambos sabían que ese momento podía ser el último que compartieran antes del caos que se avecinaba. Con delicadeza, Raziel inclinó la cabeza hacia Haline y, en un gesto que combinaba la ternura con la valentía, rozó su frente contra la de ella, sellando ese instante con una promesa silenciosa.
Cuando la Noche de Walpurgis alcanzó su punto culminante, los portales comenzaron a cerrarse gradualmente, de la misma manera que se habían abierto. Los círculos de energía oscura, que habían iluminado el horizonte con su brillo malévolo, se desvanecieron como si nunca hubieran estado ahí. El viento se calmó y el cielo, que antes había sido un lienzo de tinieblas, comenzó a recobrar su semblante habitual. La luna carmesí volvió lentamente a su color plateado, y las estrellas, tímidamente, regresaron a su lugar en los cielos.
Pero algo permanecía diferente.
Lo que no sabían era que los demonios habían cruzado a la Tierra desde Umbra.
Invisibles para el ojo humano, estaban ahí, ahora infiltrados en la vida diaria. En las sombras de los edificios, entre la multitud, o acechando en los rincones más oscuros, observaban, aguardando. Su presencia era silenciosa pero palpable, como un frío inexplicable que a veces recorría el cuerpo de las personas sin razón aparente, o como una sensación de inquietud que no podían explicar. Los demonios caminaban entre los mortales, escondidos, esperando el momento adecuado para atacar.
Para la mayoría de los humanos, todo parecía volver a la normalidad. Las luces de las ciudades brillaban nuevamente, los trabajos y las rutinas seguían adelante, y los cielos se despejaron como si la tormenta oscura de la Noche de Walpurgis nunca hubiera ocurrido. Pero Raziel y Haline sabían que lo que había pasado no era un sueño. Ellos habían visto la apertura de los portales y sentían en sus corazones que la verdadera batalla estaba sólo comenzando.
De pie desde donde habían presenciado la invasión, ambos permanecieron en silencio, observando el mundo a sus pies. El aire ya no vibraba con la misma tensión, pero una calma inquietante los envolvía. Era el tipo de calma que precede a la tormenta, una sensación de que la paz que ahora reinaba no era más que una ilusión.
— Nos están observando — dijo Haline en voz baja, sus ojos escaneando el horizonte, como si pudiera sentir la mirada de los demonios que se habían infiltrado en la Tierra.
Raziel asintió, con su mandíbula tensa, consciente de que aunque los portales estaban cerrados, la amenaza seguía latente. Los demonios habían llegado, y aunque no se manifestaban abiertamente, esperaban pacientemente el momento para desatar el caos. Sabían que no tardarían en atacar.
— No podemos dejar que nos tomen desprevenidos —añadió Raziel, su tono grave. El destino del mundo dependía de su vigilancia y la guerra que se avecinaba requería que ambos estuvieran listos. Ya no se trataba solo de ellos, sino de todas las almas en la Tierra.
La Noche de Walpurgis había sido solo el preludio, y ahora, en el silencio de esa aparente normalidad, el verdadero peligro se estaba gestando.